Por Nico López
Hace unas semanas tuve la oportunidad de conocer la tierra de los Mayas. Saqué mi visa –que considero inapropiada entre nosotros, pueblos hermanos con raíces similares– y me subí a un avión que aterrizaría cinco horas después en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez.
Luego de ser revisado de pies a cabeza, olfateado por perros, escáners, preguntas y una larga cola para pasar migraciones, estaba ya casi arrepintiéndome de este viajecito. Bueno, casi, casi... Luego de eso me dio la bienvenida un guía turístico, sin bigote, sin sombrero, con cartelito en mano y con su característico mote mexicano dijoBienvenido a México mi carnal, disculpe los inconvenientes, pero los gringos siguen jodiendo aquí, tú sabes, hay gente que la pasa... y viene a pasarse y eso ellos no quieren, no manches.
Luego de observar mi rostro desencajado, tomó mis maletas y me enrumbó al hotel en el centro del Distrito Federal. En el trayecto soltó su gran arsenal cómico, chistes que cayeron a pelo; entre carcajadas olvidé el mal momento en el aeropuerto. El viaje en cuestión no fue largo, visita a la Virgen de Guadalupe, castillo de Chapultepec, museos, Cuernavaca, entre otros lugares que incluía el tour. Lo que nos mostraron es sin duda envidiable: calles completamente pulcras y sin mototaxis, parques rebosantes de árboles bien cuidados, monumentos por doquier, la cordialidad de su gente, el muy bien disciplinado respeto a los semáforos, el vasto dominio de los guías sobre su historia. Sus monumentos históricos lucen remozados y ostentan su hermosura primigenia (Teotihuacan me encantó). Sus pistas y autopistas impecables, veía gente pagando gustosos sus peajes, su parque automotor en buen estado (y de acuerdo a ley con restricciones para circular en determinados días y cuidar así los elevados índices de contaminación). Recordemos que el DF es una de las ciudades más pobladas del mundo: tiene casi 9 millones de habitantes (más de 20 si se suma el área metropolitana), de los más de 112 millones que viven en todo México. Ellos mueven un creciente y lucrativo negocio que nosotros (los lambayecanos) aún no explotamos bien: el turismo. Y ese esfuerzo común les genera visitantes de distintas partes del mundo.
Mientras estaba en Teotihuacan recordé que nosotros también somos un país de pirámides: Sipán, por ejemplo. Es cierto que nuestras pirámides están derruidas, escavadas hasta el cansancio; incluso algunos seguramente dirán: es que tenemos la mala suerte que sean de barro. En fin, eso no justifica que para llegar a ellas haya que "transitar" por una seudo pista que poco a poco la carcome la erosión. Encima cuando llegas a Sipán con las justas hay agua potable, no encuentras ni un solo hotel decente, los restaurantes son pésimos. Es lamentable el olvido de unos de los lugares más emblemáticos del Perú.
Otra vez en México, otro de los lugares que visité y llamó mi atención fue Taxco, en el estado de Guerrero. Toda, toda la carretera que llega a Taxco está embellecida por bosques que hacen agradable tu recorrido de varias horas escuchando rancheras. Ya en aquella ciudad colonial, admiré la impresionante arquitectura de la Iglesia de Santa Prisca, obra maestra del barroco mexicano. La ciudad luce bien conservada, llena de turistas, y de negocios de platería y suvenires.
En Taxco los restaurantes son de primera, pero con una gran diferencia: sus enchiladas, tacos en muchas combinaciones, pozole y otras comidas más que no recuerdo con gusto, no tienen comparación con lo nuestro. Extrañaba mi ceviche y mi cabrito con frejoles del Mercado Central, porque en nuestra tierra se come rico en cualquier lugar.
Al rato, dentro de su iglesia matriz, volví a recordar a Lambayeque, que seguramente en sus años señoriales fuera hermosa, quizás más hermosa. Pero la realidad actual muestra otra cara: nuestras iglesias se caen por pedazos, como leprosos que no queremos ver ni recordar, y lo que es peor, construimos sin respetar su bella arquitectura de estilo colonial. No tenemos ni un museo de la etapa colonial, solo los fabulosos museos prehispánicos que no abarcan toda nuestra gran historia.
Después de pasar un par de noches en el Hotel Monte Taxco –al que llegas gracias a un teleférico y te regala las mejores vistas de la ciudad– me fui maravillado hacia Acapulco. Nuevamente el trayecto con magnificas pistas ladeadas por bosques, con una estupenda señalización de carreteras, y hoteles de primera donde se acostumbra la propina al maletero (aquí no le damos pero ni las gracias muchas veces).
Acapulco es precioso, lo recorrí en yate observando la opulencia de unos cuantos en sus lujosas mansiones de verano. En el restaurante del hotel me sorprendió el remezón de 7.8 en la escala Richter. No quise que eso malogre mis vacaciones y me fui a ver el mar con mi cigarrito. La gente se desesperó y corrió a las calles; mi esposa y yo decidimos ir a contemplar el mar azul de Acapulco, porque es más bonito.
Otra vez recordé los trenes oxidados de Puerto Eten y su muelle en mal estado, las pocos casonas que no se rescatan, nuestras playas contaminadas (cada verano las dejamos peor), las pistas como queso suizo, y si llega El Niño nos va a pegar como grande, quizás hasta nos desaparezca del mapa. Pero, ¿cuál es el problema con nosotros? La respuesta es obvia: las cosas están así por la incapacidad de nuestras autoridades y por la mala decisión de los votantes, de nosotros.
Con esto no quiero decir que México no tenga problemas, todos sabemos de los cárteles, la corrupción, la contaminación. Lo que sí afirmo categóricamente es que cuidan su pasado, lo que muestran al mundo, cuidan a los turistas. Y no se olvidan de su gente: los domingos los mexicanos tienen entrada libre para visitar cuanto centro histórico se les antoje. Así promocionan el amor a su patrimonio.
Luego de unos días en ciudades en varios aspectos envidiables, no podía ocultar mi emoción de volver a Chiclayo. La realidad me golpeó ni bien salí del aeropuerto. Unas pequeñas lluvias en mi breve ausencia la habían dejado más deforme y triste que cuando partí. Mientras me dirigía a casa, la Ciudad de la Amistad se ahogaba de a pocos en varios centímetros de agua. En una esquina vi un cartelito pegado, rezago de nuestro último vergonzoso acto democrático. La propaganda muestra a un cuate pelón extendiendo sus manos con un eslogan que dice: Movimiento Regional Manos Limpias. Será porque no trabajan, porque sino las tendrían sucias de tanto limpiar la ciudad, pensé mientras el taxi viraba en dirección a mi casa y esquivaba hedores nauseabundos y huecos más grandes (como si la lluvia hubiera caído con Milo). Para colmo las aguas residuales están siendo vertidas en los canales de irrigación, un atentado contra la salud de todos. Quien crea que soy falso que me desmienta. Vas por Chiclayo en cualquiera de sus direcciones y qué encuentras en el trayecto: basura, residuos de construcción, veredas rotas, charcos hasta residuos hospitalarios sin un manejo adecuado. Y como si eso fuera poco, pareciera que sembramos bolsas plásticas de todos los colores, pues por todos lados se les ve jugando con el viento ¿Y los bosques de algarrobo y vichayo? Ya fueron hace tanto tiempo que ni los recordamos.
Antes de llegar a casa recordé por qué Bryce Echenique no pudo escribir en Lima unas temporadas: porque todavía, cuando abro las ventanas de mi cuarto, entra mucha porquería, hay mucha suciedad en el ambiente.Y en Chiclayo también, por todos lados se siente y ya estamos acostumbrados a esta fetidez. ¿Hasta cuándo?
No faltarán algunos que digan no es bueno compararse con otros, cada país tiene lo suyo, y que estamos cayendo en la envidia. Yo creo de verdad que es bueno envidiar sanamente, por varias razones: para saber en dónde estamos, qué estamos haciendo mal, y pensar en las salidas que existen para mejorar.